Idiotas, Muhammad Alí y Quiriquire.

Idiotas, Muhammad Alí y Quiriquire.

 

Es muy cierto que, a lo largo de muchos de mis años de vida, nunca he podido ser “políticamente correcto” o “diplomático”, sin embargo, también es muy cierto que ahora que estoy entrando a mis años dorados, me he “endulzado” un poco. Este nuevo Luis, un poco más dulce, también es un poco m´ás inteligente y puede derrotar a los idiotas, de una forma más inteligente que el enfrentamiento directo de mis años mozos, y es así, con inteligencia, como durante las entrevistas de trabajo, he podido desarmar rápidamente a los idiotas que me preguntan: “¿y por qué no se ha casado?”.

 

Esa pregunta idiota me transporta mentalmente a los años setenta, cuando los idiotas eran más y tenían más poder. Esa pregunta me hace no querer trabajar en una empresa que contrata idiotas que hacen preguntas idiotas. Esa pregunta me transforma físicamente y me ayuda a ver al entrevistador directamente a la cara y prepararlo para mi respuesta.

 

Y es una respuesta muy sencilla y comienza conmigo mentalmente imitando el baile de Muhammad Alí en el cuadrilátero. Si no tuviste la oportunidad de verlo pelear, te digo que era más una expresión artística que de boxeo. Era una mezcla de un baile sencillo con pasos muy cortos; alrededor de todo el cuadrilátero. Era una burla tragicómica hacia su contrincante. En el primer “round” era raro que lanzara un golpe y durante casi toda la pelea se dedicaba a estudiar y a cansar al otro. Cuando se decidía a terminar la pelea, lo hacía con un par de golpes que por lo general dejaban noqueado a un oponente que ya estaba cansado y que ni cuenta se daba de lo que le acababa de pasar.

 

En mi caso mi baile comienza de esta forma: “no me he casado por razones muy personales que se pueden resumir de la siguiente manera: durante toda mi vida soñé con tener una gran familia y una casa llena de muchachos que brincan y saltan y hacen ruido todo el tiempo, pero lo cierto es que, Josefina, mi exesposa a la que amé con locura, como sólo se puede amar al primer amor, me pidió el divorcio después de cinco años de matrimonio durante el cual no pudimos tener hijos. Y lo mismo pasó con Carmen, con quién pensé viviría feliz y enamorado por el resto de mi vida, cuando tampoco pudimos concebir durante nuestra relación de tres años”.

 

Con ese derechazo que le he lanzado al entrevistador y seguido por ese “upper cut” y viéndolo vapuleado y contra las cuerdas, es cuando hago mi baile como “Cassius Clay”, y como él, me preparo para el “knockout”: “desafortunadamente, fue luego que Carmen me pidiera el divorcio que un doctor me diagnosticó mi esterilidad, es decir, dos de mis más grandes amores me han abandonado por una condición que yo no busqué y de la cual no tengo la culpa”.

 

Es en esos momentos que la piel del idiota que ha hecho la pregunta idiota se vuelve transparente de la vergüenza y entra el réferi imaginario a contarle los diez segundos y a levantarme la mano declarándome ganador.

 

Pero como lo he dicho anteriormente en otras historias, yo puedo entender la necesidad de la gente de colocar a todo el mundo en su nicho correspondiente. Ese nicho que incluye a una casa con baño para las visitas, a dos hijos preferiblemente niña y niño, a perro amarillo, a camioneta, a pañalera y teteros, a historias en reuniones sociales de cantidad de horas sin dormir e innumerables anécdotas de lo bien que le va a Luisito en el colegio Ramón Pompilio Oropeza y lo mucho que su maestra, la Señorita Eleuteria Fermín, lo adora. Porque por supuesto mi hijo se llamaría Luis y le diríamos Luisito porque, si lo hubiera tenido, lo tenía que haber puesto en el nicho que los demás esperan él esté.

 

Sin embargo, la verdad de por qué no me he casado nadie la sabe hasta los momentos. No la sabe ni los más allegados, aparte de Nancy y de Francisco. Y aunque es mucho más fuerte y mucho más triste que el haber sido abandonado dos veces, es una historia muy personal que hasta hoy sólo se la he contado a mis dos terapeutas.

 

Esta semana es el aniversario del final de esa historia breve, que hoy merece ser contada.

 

Y esta es.

 

Es el comienzo del año mil novecientos ochenta y seis, febrero para ser exacto, y yo me preparo para salir de la casa de Adela y Simón e irme a vivir en una casa en el campo petrolero, que aún se llama Quiriquire. Me han ofrecido la posición de Supervisor de Planta Externa en la División de Oriente en Lagoven y yo sin dudarlo, acepté.

 

Ese campo petrolero ha funcionado desde que a mediados del siglo veinte y hasta que llegó la gestión Chavista estuvo excelentemente mantenido. Queda a veinte minutos en carro al noreste de Maturín, la capital del estado Monagas y tiene aproximadamente cincuenta casas repartidas a todo lo largo y ancho de un campo de golf de solo nueve hoyos.

 

Incluía las casas ejecutivas donde sólo podían vivir los gerentes de más jerarquía. Estaban también las casas de gerentes medios, las separadas para las potenciales visitas y las casas con cuatro cuartos y una sala y una cocina común; donde se hospedaban los trabajadores solteros.

 

Y en una casa de solteros, fue donde me tocó vivir. Eran casas cuadradas, de paredes muy altas y techos rojos e inclinados.

 

Lo único que no tenía mi casa era lavadora y secadora, pero para mi suerte en uno de los cuartos vivía Fernando Azpúrua (el jefe de mi jefe). Él tenía ya varios años viviendo en esta casa y había comprado una lavadora que me dejaba usar. Fernando era un fanático de la música en inglés y su colección de discos de vinil, compulsivamente ordenados por orden alfabéticos, ocupaban toda una pared de su cuarto. Con este Fernando tuve la oportunidad de conversar acerca de libros y tuve la oportunidad de conocer los cuentos extraordinarios de Cocó Guinand, su muy millonaria abuela materna.

 

Una vez, una de sus primas, e hija de uno de mis escritores favoritos, Francisco Herrera Luque, se comió unas salchichas en salsa de vino tinto que yo preparé y se tomó con nosotros unas cervezas que Fernando compró. Nunca estuve más cerca de Los Amos del Valle que en ese momento. Ni siquiera cuando, durante mi ultimo año en la universidad, estuve de novio con Elizabeth. Con ella, después de ir a misa, almorzaba los domingos en el “compound” de Los Chorros, rodeado de exquisitas casas cincuentosas diseñadas por el mismo familiar que diseñara el Parque del Este.

 

En Quiriquire, yo era responsable del buen funcionamiento de los teléfonos y si todo iba bien y no había problemas durante los fines de semana, frecuentemente tomaba el carro de la empresa e iba a Maturín a comer donde la señora Esther quién en su casa preparaba la comida árabe más sabrosa que me he comido en mi vida. Los tabaquitos de hoja de parra bañados con un chorro de limón; el quipe frito y el tabule eran mis preferidos. Las cremas de berenjenas o de garbanzos acompañados de una cerveza Polar bien fría eran los aperitivos perfectos durante los mediodías calurosos y húmedos de Maturín.

 

Fue en casa de la señora Esther donde su hijo me enseñó a picar el quipe frito en dos, quitarle la carne interna y rellenarlo con tabule. Fue en casa de la señora Esther donde conocí el tahini, el calabacín relleno y el falafel.

 

Fue en casa de la señora Esther donde conocí a Dalila, mi esposa de cinco meses quien fallecería un trece de noviembre hace treinta y tres años.

 

Tal vez la razón por la cual, hoy estoy contando esta historia, es porque anoche la sentí sentarse en mi cama. No me habló, pero el repentino olor a jazmín que inundó mi habitación me aseguró que era ella.

 

Durante mucho tiempo luego que ella falleciera, yo le rogué que se apareciera, y sólo lo hizo dos veces. Una, anoche cuando vino a mi cama, y otra cuando a los dos días después de haberla cremado ella se despidiera de mi de la forma más amorosa y sobre natural que he experimentado en toda mi vida envuelta en enormes sequías, repentinos aguaceros e interminables conversaciones que se cortaron abruptamente.

 

¿Te gustaría escucharla?


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