Sequía y Lluvia

Sequía y Lluvia.

 

Cuando, en marzo de mil novecientos ochenta y seis, llegué a Quiriquire, la sequía apenas estaba comenzando y en los meses que siguieron, fue tan fuerte y tan extensa que los taguapires dejaron de florecer, los azulejos volaron a mejores tierras y las iguanas perdieron su hermoso color verde.

 

Hizo tanto calor, que las fallas de los aire acondicionado en las centrales telefónicas eran constantes. Hizo tanto calor que las matas de mangos dejaron de dar frutos e hizo tanto calor que por las noches no se sentían los murciélagos que vivían en el techo a dos aguas de mi casa cuadrada.

 

Del menú de la señora Esther desaparecieron los tabaquitos de hoja de parra, las cremas de pimentón y el té de canela, y el tabule se convirtió en un especial del día y, sin embargo, yo iba a comer allí cada vez que podía, porque su comedor era sencillo, agradable y sobretodo acogedor.

 

Al llegar a su casa, después de pasar por la puerta principal, me encontraba con un zaguán largo y estrecho con pisos de baldosas de tréboles verdes sobre un fondo rojo y con paredes, que, para las celebraciones de navidad, cambiaban de color cada diciembre. Luego de cruzar por el zaguán llegaba a un patio interno destechado y bañado por la luz del sol que pasa libremente, y allí, debajo de una enredadera de pequeñitas hojas verdiblancas y flores, unas de color violeta y otras amarillas, la señora Esther había colocado ocho mesas de madera rústica, cubiertas con mantel de plástico de cuadritos blancos y azules. Y aunque la enredadera atraía muchos insectos, durante todo el verano esas hojas verdiblancas y esas flores violetas y amarillas caían y cubrían todo el piso, dándole al comedor ese ambiente acogedor; como sacado de Las Mil y Una Noches.

 

A veces, cuando esperaba por la comida y estaba metido en alguna página del libro de turno, sentía el aroma que emanaba de la mata de jazmín que estaba al fondo del patio, invitándome a levantar la cabeza, cerrar los ojos y regresar a los años que viví con Eusebia en la casa número veinticuatro de la calle del medio en el Prado de María; donde ella sembró una igual, que lanzaba su perfume al aire, todos los días al ponerse el sol.

 

Sin embargo, ese verano del año mil novecientos ochenta y seis, el calor y la sequía fueron tan fuertes que la enredadera y el jazmín estuvieron a punto de morir. Las hojas marrones y secas caían constantemente sobre los manteles de plástico, las florecitas desaparecieron y los insectos sedientos, revoloteaban alrededor de la comida árabe de la señora Esther.

 

Y fue en ese verano del ochenta y seis, durante un sábado de agosto, mientras gruesas gotas de sudor me corrían por las sienes, me fumaba un Belmont, tomaba una cerveza e imaginaba el color azul profundo de los mares de Fiji que narraba Graham en su libro Dove, que la señora Esther me pidió que compartiera la mesa con una chica que recién llegaba al restaurante repleto.

 

Fue así de fácil, entre ensaladas de tomates, cremas de pimentón y aromas exóticos de curry y azafrán, como nos conocimos.

 

Y fue así de fácil que los almuerzos y las cenas se hicieron frecuentes y fue tan fácil que no nos importó que las hojas secas que caían de la enredadera se mezclaran con las hojas de menta de la ensalada fattoush. Y fue así de fácil que no nos importó que el piso de hojas blanquiverdes y flores amarillas y moradas dejó de parecer una exquisita alfombra persa, para convertirse en una vieja y usada estera. Porque cuando uno anda enamorado no se da cuenta de los bichos que andan nadando en el aderezo de miel, limón y aceite de oliva. Porque cuando uno anda enamorado no le importa la cerveza caliente y porque cuando uno anda enamorado no le importa la facha que tenga con las gotas de sudor bajando por la frente.

 

Fueron muchas horas las que pasamos Dalila y yo conversando donde la señora Esther, mientras, rodeados del sopor palpable del oriente venezolano, compartíamos un delicioso babaganoush adornado con polvo de comino y pimentón dulce y tomábamos un té frio aromatizado con ramas de canela y semillas de cardamomo. 

 

Y fueron muchas las veces que después del almuerzo yo invitaba los helados en el tarantín de la señora Carmencita que quedaba al lado de la tienda Kodak, en el boulevard que llevaba a la estatua de Juana La Avanzadora. Si habíamos ido a almorzar donde la señora Esther, la noche nos agarraba en el quiosco de la señora Grace donde se preparaban los rotí de pollo y papas, más sabrosos y picantes que me haya comido en mi vida.

 

Fueron innumerables las horas que compartimos hablando de nosotros y del futuro, sin saber lo duro y cruel que el destino iba a ser.

 

Dalila y yo éramos contemporáneos. Yo estaba nuevo en mi primer trabajo, recién graduado de la universidad y ella era había venido desde el Líbano a supervisar la instalación de la planta de cauchos de la Procter. Ella vivía con otras compañeras libanesas en un apartamento alquilado por la Procter y yo, como ya saben, vivía en un campo petrolero donde estornudar era noticia de primera plana.

 

En esa época éramos muchachos sin mucha experiencia, pero con muchas ganas de experimentar, y con la excusa de pasar el sábado en la piscina del club, Dalila me vino a visitar ese fin de semana que yo sabía Fernando no iba a estar en la casa.

 

Y realmente pasamos un buen rato. En el club, ordenando tragos mientras nos quemaba el sol de Semana Santa o mientras nos refrescábamos en el agua tibia de la piscina o en el restaurante donde, bajo la bendición del aire acondicionado, compartimos un exquisito pastel de chucho que realmente era de cazón.

 

Al llegar la tarde nos fuimos a mi casa y mientras Dalila se bañaba yo preparaba en la cocina mi trago insignia que me enseñó Elizabeth Guinand una vez que fuimos a cenar a “Le Coq d’Or” en Sabana Grande. Se llama Bull Shot y para hacerlo necesitas caldo de res, vodka, salsa inglesa, jugo de limón, sal y bastante pimienta. Es un aperitivo que alborota las papilas gustativas y las hormonas de quienes aún están en sus veintitantos años.

 

Luego del segundo trago nos fuimos a mi habitación de donde no salimos hasta la madrugada del lunes cuando Dalila pidió un taxi y se regresó a Maturín. Los siguientes días fueron de encuentros desenfrenados donde yo decía que tenía que ir a la central de la sede de Maturín y donde ella se excusaba diciendo que estaba enferma.

 

Y así pasamos tres semanas, yendo a comer donde Esther o donde Grace, comiendo helados de la señora Carmencita y bañándonos en el agua tibia de la piscina del club de Quiriquire.

 

Así pasamos tres semanas encontrándonos sin ropa.

 

Y no nos importó el calor y no nos importó el sudor. Y no nos importó el que dirán y no nos importó la consecuencia de los encuentros de poca experiencia y ninguna protección.

 

Una madrugada, mientras dormíamos en mi cuarto alumbrado por viejas velas de colores, ella se levantó exaltada de una pesadilla. Temblando me contó que fue un sueño extraño donde se veía dormida rodeada de matas de trinitarias de diminutas hojas amarillas, como las del comedor de la señora Esther. En el sueño y mientras dormía escuchaba estruendosas sirenas de ambulancias, acompañadas del dulce susurro de la voz de su mamá y me veía, arrodillado, sudoroso y sucio de tierra negra.

 

Y desde ese día, ella cambió para siempre. Ya no era la sonriente muchacha que por casualidad conocí donde la señora Esther, sino que cambiaba de humor en cuestión de segundos. Y desde ese día, comenzó a ver gente donde no había nadie y a perderse en sus pensamientos por horas para luego regresar como si nada. Era como si se transportara a un mundo donde solo ella vivía y salía de él cuando solo ella quería.

 

Y desde ese día decidió que iba a plantar una mata de trinitaria en cada una de las esquinas de mi casa, y en el vivero, al lado de las tiendas de artesanía, compró cuatro. Una de flores rojas, otra de diminutas flores anaranjadas, otra blancas y finalmente una de flores amarillas, a la que inexplicablemente le hablaba y le decía era su favorita. Y las colocó al lado de las escaleras de entrada a la casa y ahí quedaron casi olvidadas como parte de ese proyecto que nunca llegaría a terminar.

 

Fue un fin de semana que nunca olvidaré. Ella estaba silenciosa, casi taciturna. Su común sentido del humor y alegre personalidad estaban ausentes desde que llegamos a la casa. No le provocaba comer nada y el solo mencionarle los Bull Shot producía en ella un terrible malestar estomacal. Y no era estómago sino vientre.

 

En la casa de la señora Esther, el juez nos casó en una ceremonia sencilla. Dalila llevaba en el cabello un par de flores amarillas y vestía un sencillo vestido de algodón y aunque ambos estábamos radiantes de felicidad, al final de la noche nos sentamos nerviosos a conversar como íbamos a avisar a nuestras familias.

 

Y una tarde de mediados de septiembre, esperando las retrasadas lluvias del invierno que nunca llegaron por culpa del verano del ochenta y seis, Dalila se enfermó de una mezcla de fiebre, infecciones, sin sabores y decepciones. Nuestro hijo no llegaría a vivir y ella moriría dos días después. La ultima vez que la vi, estaba dormida, acompañada de sus padres y sedada para soportar el dolor.

 

De qué murió y como fueron sus últimos días no lo sé porque me la arrancaron de mi vida, me prohibieron verla o visitarla, o llamarla o buscarla. A la cremación no me dejaron asistir y durante el funeral su padre me botó a la fuerza.

 

Dos días luego de su cremación, al regresar de comprar cigarrillos en la casa del club, me di cuenta que las matas de trinitaria que Dalila quería sembrar en las esquinas de mi casa quedaron olvidadas al lado de la escalera de entrada. Ahí quedaron como recuerdo de una vida que se quebraría sin explicación. Allí quedaron como quedó mi recuerdo de ella, por tantos años, hasta anoche cuando la pude oler en la oscuridad de mi cuarto.

 

Y me arrodillé en la esquina derecha de mi casa cuadrada con techos rojos inclinados en Quiriquire y mientras con las manos desnudas revolvía la tierra, me secaba el sudor de la frente y espantaba los bichos que me rodeaban; incontrolablemente se me salieron las lágrimas. No lo pude evitar. El dolor era mayor que mis fuerzas. El dolor era muy grande.

 

Arrodillado, envuelto en la humedad del mediodía, con las uñas sucias de tierra y con los ojos nublados por el llanto incontrolable, sentí un carro acercarse. Es un taxi viejo y destartalado de donde se ha bajado la mamá de Dalila.

 

Yo arrodillado, sucio de tierra y bañado de sudor, solo me quedó levantar la cabeza y mirarla con tristeza directamente a los ojos. Ojos iguales a los de mi esposa de cinco meses, muerta hace dos días. No pudimos decirnos nada, no había por que hacerlo. Ella con una tímida sonrisa en los labios y un ligero temblor en las manos, puso en las mías una cajita de madera oscura con parte de las cenizas de Dalila.

 

Y la coloqué al fondo del hueco que había abierto. Y sobre esa cajita de madera oscura coloqué la trinitaria de hojas amarillas que Dalila no pudo sembrar y la cubrí con la tierra que había sacado.

 

Y cuando lo estaba haciendo llovió como nunca se vio llover en Quiriquire acabando así con la sequía del año mil novecientos ochenta y seis. Estoy seguro era ella despidiéndose.


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